AGITADORAS

PORTADA

AGITANDO

CONTACTO

NOSOTROS

     

ISSN 1989-4163

NUMERO 05 - SEPTIEMBRE 2009

 

Amapolas

Jesús Zomeño

(1 de julio 1916)

 

            El soldado Williams sonrió. Marcó la sonrisa en el guiño de los ojos, según le vimos a través del cristal de su máscara de gas.
            -¿Somos felices? –Me preguntó por segunda vez.
            Recogíamos amapolas en el campo de batalla. Me agaché para coger un trébol de cuatro hojas. Al arrancarlo me di cuenta que era de cinco, aunque una estaba rota. No siempre se alcanza la plenitud a pesar de que un instante antes estaba seguro de haberla alcanzado al encontrarme lo que parecía un trébol de cuatro hojas. ¡Maldita sea!
            Williams tenía en la mano un enorme ramo de amapolas y sonreía como si no tuviera más ambición que seguir sonriendo. La vida es simple para los que no buscan un trébol de cuatro hojas.

            Cuando me alisté creía que las mujeres amaban a los soldados, pero después me di cuenta de que ellas simplemente aman, que lo hacen por instinto y sin elegir. Durante mi último permiso me encontré en la calle con el cojotuerto John Henry Grey, al que le olía el aliento a rayos. Se había casado con Nancy, la chica más bonita del pueblo. Me deseó suerte y tuve que apartar la cabeza porque su aliento me provocaba nauseas. Le di las gracias y nos despedimos. Se abría paso por la acera sin armonía alguna, como si hiciese garabatos sobre una hoja de papel. Puede que se marchara a casa para besar a Nancy en la boca y para tener dos o tres hijos a los que seguro olvidará contar que hubo una vez una guerra en la yo moriré. Las mujeres aman, incluso a los cobardes y a los cojos y a los tuertos. Mala suerte la mía.

            Williams era virgen y se alistó porque se lo dijo su padre y a él le pareció bien.
            -Quizá debas alistarte –Fue el comentario de su padre una noche en la que habían ido los dos al pub y Mildred, la dueña, lloraba sentada en una silla porque su marido había muerto en la Batalla de Loos. Lloraba siempre en una silla delante de la barra porque eso la hacía sentirse más vulnerable y desgraciada. Ellos estaban de espaldas bebiendo una cerveza al fondo del local, junto a la diana de dardos, y a Williams le pareció bien alistarse. Después regresaron a casa y al día siguiente se levantó temprano y fue a la oficina de reclutamiento antes de entrar en la fábrica de ladrillos.

            Antes de la guerra Nancy era la chica más bonita del pueblo, era como si la paz que vivíamos entonces dilatase la sonrisa de las mujeres y calentara el sonrojo de sus mejillas. Había dejado mi apartamento de la primera planta en el Trinity College de Oxford, para llegar aquella mañana a Guildford al comienzo de mis vacaciones de verano. Había parado de llover, una tormenta que había limpiado durante la noche todo el polvo del pasado. Cuando bajé del tren me compré el Thimes para llevarlo en la mano como quien respira en un mundo elevado que no es el que pisan sus pies. Caminaba con el pecho henchido, orgulloso como si las cerezas crecieran en mis orejas cuando yo sonreía.
Nancy había salido a comprar un ovillo de lana verde para una bufanda que su abuela le iba a tejer. Sonrió al verme con aquella enorme maleta de piel negra. Habíamos sido vecinos y me saludó. Era la chica más bonita que yo he conocido. Me explicó a dónde iba, aunque me advirtió que temía no hubiese el verde claro que prefería su abuela y que ella, su abuela, tenía más de ochenta años y que con las agujas trenzaba tan despacio la lana que para que las bufandas fuesen largas comenzaba a hacerlas en verano.
Me pareció encantadora aquella espontaneidad que le iluminaba la cara. La interrumpí para contarle que, por mi parte, yo venía de Oxford. Aunque se supone que eso debiera haberla impresionado, ella quedó mirándome como si no recordarse en qué lugar de Guildford estaba Oxford. Caminábamos en silencio. Imagino que una bufanda larga requiere su tiempo y ella, que ayudaba a su abuela a tejerlas, se había acostumbrado a pensar muy despacio, por eso tardó mucho en contestar.
-Oxford parece un lugar demasiado lejano como para haber venido andando con esa maleta –Fue todo lo que dijo.
Asumí que Nancy era idiota, pero no le repliqué porque seguía siendo la chica más bonita del pueblo. Tampoco comenté otra cosa. Al llegar a la esquina se despidió. Me sentí aliviado, lo confieso.
Es cierto que la amaba, pero entonces yo no podía entender que una bufanda bastase para abrigar la vida entera. Yo aspiraba a dominar un mundo más ancho y elevado. Supongo que ella, aunque no fuera consciente de eso, buscaba protegerse en el interior de su ovillo de lana color verde y tono claro. Tanta simpleza suponía que nadie quedaría atrapado en su trampa salvo que quisiera caer en ella.

            Williams y su padre vivían en el piso superior de una casa de Cardiff, cuya planta baja habían alquilado a una familia irlandesa con cinco hijos y dos perros. Williams no tenía madre y por tanto su padre era viudo. A esa explicación suya cualquiera le hubiera objetado que aunque su madre hubiese muerto, su padre no necesariamente tenía que ser viudo ya que podría haberse casado otra vez. Pero mi amigo no era capaz de comprender lo que no había ocurrido. Los hechos, cuando sobrevenían, eran contundentes y absolutos para él y no admitían aclaración ni discrepancia. De esta forma se adaptaba cómodamente a la realidad sin resistencia alguna. La fatalidad o la suerte eran la misma cosa para Williams.
Hervido de patatas con arroz y verdura, algunas salchichas y pescado salado, huevos, un buen tarro de mantequilla para el pan y miel los domingos, café, algunas lonchas de tocino y dos panes grandes para toda la semana. La despensa de Williams estaba abierta para todos los que quisieran conocer lo que contenía. Para él era un buen tema de conversación. A veces, cuando nos lo contaba incluso movía los brazos como si estuviera colocando en su sitio las cosas dentro del armario después de hacer la compra.
            Cuando él y su padre bajaban la escalera se acordaban de que hacía mucho que los inquilinos no les pagaban la renta, pero eso era algo que pensaban resolver cuando mereciese la pena dedicarle tiempo. Se iban juntos al pub, satisfechos porque estaban seguros de haber cerrado la llave del gas, de lo que se encargaba Williams cada noche al salir de casa y lo que le preguntaba su padre para confirmarlo antes de llegar a la esquina.

            Williams y yo recogíamos amapolas en el campo de batalla. Apartábamos con el pie a los muertos y nos parecía que su tragedia era hermosa en aquel prado florido. Los heridos gritaban y los camilleros de la Cruz Roja nos pedían ayuda, sin embargo nosotros habíamos ensordecido por el estruendo de nuestros cañones, que durante siete días y siete noches habían asolado las líneas enemigas. El asalto final, la sonrisa de Williams al subir delante de mí el parapeto de la trinchera fue lo último lógico que recuerdo. Después ya no volvimos a ser los mismos. Habíamos perdido la razón.

            La última vez que vi a Nancy yo acababa de estrenar el uniforme y al salir a la calle para lucirlo la encontré camino del mercado. Me ofrecí a acompañarla. Era la chica más bonita del pueblo. En aquel paseo fue explicándome que iba a comprar unas manzanas para una tarta, cosa de dos o tres solamente porque después le añadiría mermelada y que con un poco de harina y agua desbordaba ya el molde que tenía para meterlo en el horno. Bueno, le di su tiempo para que me contase cómo hacía esa tarta que se horneaba en el brillo de sus ojos. El mundo parecía perfecto. Cuando terminó me aseguré que ya se había comido hasta la ultima migaja de aquel pastel y entonces aproveché para mostrarle con orgullo mi insignia del 3 batallón de Fusileros de Lancashire.
-Brilla demasiado –Fue lo único que dijo.
Lo cierto era que sí brillaba mucho. Desde luego no era la insignia desgastada de un veterano. Además destacaría de un modo que cualquier alemán podría dispararme a lo lejos con los ojos cerrados. Incluso había que considerar que yo iba a integrarme como soldado raso en un regimiento de obreros y campesinos, entre los cuales parecería demasiado pedante ese brillo en la insignia en vez de llevar las uñas rotas y sucias... 
Aquel comentario de Nancy, efectivamente, había abierto un abismo bajo mis pies. Por eso no atendí al resto de la conversación, en la que ella me explicaba la importancia de unas cucharadas de agua caliente con mucho azúcar por encima del bizcocho. De pronto llegamos a una esquina en la que ella se detuvo. Precisamente, por mi parte, lo del brillo de la insignia acababa de resolverlo decidiendo que tan pronto llegase a casa la rascaría primero contra la tapia del jardín y después la untaría con vinagre para oscurecerla. Yo volvía a sonreír, de nuevo seguro de mí mismo, cuando me encontré con que ella se despedía y me deseaba suerte al marcharse.
Nancy se protegía con las palabras. Palabras y palabras, formando círculos concéntricos para refugiarse dentro, como una niña en cuclillas. En el interior no había nada, más que ella misma. Yo creía en un mundo más antiguo, complejo y cargado a mi espalda, un mundo que siempre me ha pesado demasiado.

            Recogíamos amapolas. La batalla había terminado.
            -¿Somos felices? –Me había preguntado Williams cuando empezaron a sonar los silbatos que alertaban de un ataque con gas.

            Williams le pidió a su padre que le comprara un paquete de tabaco. Habían ido a Newport a visitar a su tío Samuel antes de que embarcase con su regimiento para Francia. Regresaban en autobús, en la parte de atrás porque a los dos les gustaba observar a los otros pasajeros, y parece ser que entonces el padre le preguntó para qué quería un paquete de tabaco si él no fumaba. Pero Williams le contestó que ¿por qué no? Su padre asintió con la cabeza, era hombre de pocas palabras. No se le ocurrió ningún motivo para discutir. Tampoco Williams tenía argumentos para insistir. Por eso ninguno dijo nada más. Le compró el paquete de tabaco y además una caja de cerillas.
            Las historias de Williams eran así de simples. En la trinchera encendía una cerilla cada noche y la mantenía delante de sus ojos hasta que se quemaba los dedos. Al menos lo hizo el primer mes. Después superó la nostalgia. También puede que ya no le quedaran cerillas. Nunca aprendió a fumar. Tosía cuando lo intentaba. Ni la guerra ni la edad hicieron de él el hombre que hubiese querido.

            Vagábamos por el campo después de la batalla. Williams sonreía dentro de su máscara de gas.
            -¿Para qué queremos ser felices? –Me preguntaba yo
Williams en ese instante comenzó a toser.
No se había dado cuenta que la máscara tenía un agujero. Un agujero muy pequeño. Ya era todo inevitable.
Williams sonrió detrás de su máscara de gas y por segunda vez me preguntó si éramos felices.
-Sí, por supuesto, somos felices –Le dije.
Al verle morir, comprendí que su padre hubiera dicho lo mismo. Nancy también hubiera dicho lo mismo.

 
 

Miracoloso

Ilustración: Miracoloso

@ Agitadoras.com 2009